miércoles, 23 de marzo de 2016

La dieta mediterránea en la Antigua Grecia.

Decía Indro Montanelli en su Historia de los Griegos (un libro de obligada lectura para mejor entender los orígenes y porqués de los males de nuestro tiempo)  que las civilizaciones, culturalmente, podían ser reagrupadas en dos grandes categorías: "las que van al aceite y las que van a la mantequilla." Es decir, la de los omega 3, 6 y 9, frente a los de las grasas saturadas. Y no le faltaba razón.

Los que hemos tenido la fortuna de nacer a orillas del Mediterráneo, los que somos herederos de aquella cultura de la Antigua Grecia, prolongada en el tiempo y mejorada en sus costumbres por la Romana y la Judeo-Cristiana, provenimos más del aceite que de la mantequilla y, a juicio de Montanelli, es indudablemente mucho mejor la primera que la segunda.



Hoy en día, los entendidos en esas cosas de la dieta y la nutrición no paran de dar la vara al atosigado comensal sobre las bondades de comer según el tan traído y llevado código mediterráneo. Eso está bien. Y yo soy un ferviente defensor de ello. Pero en la Antigüedad las cosas, y sobre todo la economía, no permitía lujos gastronómicos como los que ahora nos damos.
En el Siglo Dorado de Pericles, Temístocles y Efialtes la dieta de los atenienses era más bien sobria y escasa, lo que tal vez guardara una indudable relación con su excelente estado de salud; con la longevidad de sus ciudadanos y la preeminencia de sus atletas. Heródoto, en su crónica sobre la batalla de Maratón, nos cuenta que el soldado Fedípides recorrió con toda la velocidad que le daban sus piernas los 42 kilómetros con sus 195 metros para anunciar en Atenas la victoria de las menguadas tropas de Milcíades ante el todopoderoso ejército del persa Darío. Todos sabemos que, víctima de su celo, Fedípides cayó muerto a poco de comunicar tan buena nueva. El esfuerzo sobrehumano que hizo no pudo resistirlo su maltrecho corazón. De haber sido precavido, Fedípides hubiese hecho un previo entrenamiento gradual y adaptativo como hacen nuestros maratonianos de hoy en día, se habría hecho escoltar por voluntariosos aprovisionadores de agua electrolizada y abundante glucosa y, nada más llegar, y aun antes de ceñir su cabeza con la corona de laurel, le habrían dado reconfortantes masajes musculares. Mas eran otros los tiempos como otros eran los modos de cuidar a los atletas.

No creo que Fedípides tuviera la hercúlea configuración anatómica que exhiben algunos de sus arbitrarios y nada rigurosos retratos. Posiblemente, las condiciones alimentarias de aquellos tiempos no le diera para ello. La dieta de los atenienses se componía de legumbres y cereales, no conociendo otros que lentejas, cebollas, ajos, guisantes, coles y poco más. Como fruta consumían lo que daba la secana tierra, que tampoco era tanto: uvas, higos, moras silvestres y algún que otro fruto seco como nueces, almendras y avellanas. A pesar de tener a pocas leguas de distancia el puerto de El Pireo, el pescado fresco era un auténtico lujo sólo para griegos acaudalados. Tan sólo el que se conservaba en salazón era algo más abundante y de más fácil acceso para la plebe. En alguna festividad, para honrar a su numerosísima nómina de dioses, héroes y pitonisas, cortaban el pescuezo de alguna gallina lo que constituía todo el aporte proteico que recibían sus retorcidos estómagos, amén de haber guardado previamente los huevos del ánade para mezclarlo con algo de harina y miel y así confeccionar unas tortas que se me antojan insulsas y poco apetecibles. Cuando podían, bebían leche de cabra con la que además hacían un queso que aguantaba bien el paso del tiempo sin descomponerse. Y el yogurt, claro está, el magnífico yogurt griego. Pero siendo parcos en su yantar es inconcebible que hasta el mismísimo Hipócrates de Cos, uno de los grandes padres de la Medicina Clásica, se escandalizara de que los insaciables atenienses ¡comiesen hasta dos veces al día!



Por contraste, este tipo de dieta tenía sus ventajas. El consumo calórico era más bien reducido con lo que mantenían en su valor ideal el índice de masa corporal. El único edulcorante conocido era la miel de los panales que ellos mismos cuidaban. A pesar de ello, se sabe que conocían la diabetes (un término griego, por demás) una enfermedad que era diagnosticada por el sabor dulce de la orina de los afectados. Una alimentación exenta de grasas saturadas como la que los griegos practicaban minimizaría los valores séricos de colesterol y por tanto, la angina de pecho, el infarto y el ictus, serían patologías menos frecuentes que lo que son hoy en día. La sal era un bien tan escaso y preciado, que de las buenas cosas se decía "que valían su peso en sal". De esta forma, evitaban la hipertensión, la ceguera, las enfermedades cardio-renales y las apoplejías.  El vino estaba considerado "néctar de los dioses" y, por tanto, sólo accesible a los pudientes. Gracias a ello, los atenienses de a pie, abstemios a su pesar, evitaban el alcoholismo neurodegenerador y se preservaban de la cirrosis hepática.

Sin duda, esta realidad famélica había sido astutamente tergiversada por Homero, un trovador ciego y muy posiblemente analfabeto, que, cuatro siglos antes de la Atenas de Solón, se ganaba la vida narrándole a los ricos helenos historias que él mismo había escuchado en boca de humildes y poco afortunados troveros. En su Odisea puede leerse que sus héroes se desayunaban un día sí y otro también con medio cabrito asado, para ir abriendo boca y hacer frente a las adversidades. No se lo crean, Homero del que se sospecha que hasta pudo no existir, fue un fabulador que adulaba a sus protectores contándoles cuentos irreales, cargados de tramposa imaginación para solaz y ensoñamiento de otras vidas heroicas.

 Así era, pues, la alimentación de los atenienses; una dieta mediterránea como las que hoy nos aconsejan los expertos, pero más pobre e insulsa. Yo les recomiendo que la sigan; pero más ésta de nuestros días que aquella otra exigua de la Antigua Grecia, cuyo resultado fue tan eficaz, que sirvió a los aguerridos soldados atenienses para que, cerrando a los persas el paso de las Termópilas, volvieran a alzarse otra vez  victoriosos en Salamina, la batalla más decisiva de la Segunda Guerra Médica.





sábado, 5 de marzo de 2016

DIETA PARA DESPUES DEL INFARTO DE MIOCARDIO

El plan de alimentación para los pacientes que han sufrido un infarto de miocardio, recomendado por cardiólogos y nutricionistas, debe ajustarse a las siguientes pautas:
Energía
Las calorías totales de la dieta deben ser las adecuadas para obtener un peso lo más cercano posible al ideal y mantenerlo lo largo del tiempo. Asegurar un peso saludable es fundamental en el tratamiento de las enfermedades coronarias, ya que la obesidad es uno de los principales factores de riesgo cardiovascular modificables, es decir, aquéllos sobre los que podemos actuar. Y es que la pérdida de peso produce muchos beneficios, entre otros:
                 Disminuye las cifras de colesterol malo (LDL).
                 Reduce los triglicéridos.
                 Baja las cifras de presión arterial.
                 Eleva los niveles de colesterol bueno (HDL).
                 Evita que se sobrecargue de trabajo al corazón.
Por lo tanto, la estrategia dietética en pacientes coronarios con obesidad se basará en un plan de alimentación individualizado, hipocalórico, bajo en grasas, que tendrá como objetivo adecuar las calorías al gasto energético que favorezca una pérdida de peso gradual y sostenible. La aportación de nutrientes debe ser equilibrada, rica en carbohidratos, suficiente en proteínas de alto valor biológico y baja en grasas saturadas.


Grasas totales
Se recomienda que las grasas totales cubran menos de un 30% del total de calorías. Es muy importante distribuir los ácidos grasos de manera saludable, o sea, se favorezca la presencia de ácidos grasos insaturados y se limite la cantidad de ácidos grasos saturados y colesterol.
Ácidos grasos saturados.
La dieta en la enfermedad coronaria debe ser baja en grasas saturada, aportando entre un 8-10% del total de calorías. En algunos casos, en una segunda etapa es necesario reducir a menos del 7% de las calorías diarias. Este tipo de ácido graso se encuentra en los alimentos de origen animal, como los lácteos enteros, quesos, carnes, mantequilla o aves. También está presente en algunos aceites vegetales, como el de coco, palma y palmiste, que son utilizados frecuentemente en productos industrializados y bollería. Para cumplir las recomendaciones es necesario reducir la cantidad de grasa saturada, adoptando unos simples cambios en la selección de alimentos. Por ejemplo, reemplazar los lácteos enteros por semidesnatados o desnatados, retirar la grasa visible de las carnes y la piel de las aves, sustituir la mantequilla por aceite de oliva y utilizar métodos de cocción como el hervido, el vapor, el asado o la plancha.
Ácidos grasos polinsaturados.
Según los especialistas, el aporte recomendado no debe sobrepasar el 10% de calorías diarias. En este grupo se incluyen los ácidos grasos omega 3, presentes en pescados azules como las sardinas, el salmón, el jurel y la caballa, y los omega 6 de las semillas y cereales. Es muy saludable consumir entre 2 y 3 raciones semanales de pescado, procurando que al menos una de ellas sea de pescado azul.
Ácidos grasos monoinsaturados.
Aportarán hasta el 15% de las calorías totales. El aceite de oliva y los frutos secos son ricos en estos ácidos grasos. Resulta muy saludable incorporar este aceite en la alimentación habitual, principalmente en reemplazo de ácidos grasos saturados.
Hidratos de carbono
Representarán aproximadamente el 55% de las calorías totales. Para lograrlo, es fundamental aumentar el consumo de frutas, verduras y cereales. Al menos 5 raciones diarias deben provenir del grupo de frutas y verduras.
Proteínas
Aportarán alrededor del 15% de las calorías totales. Están presentes en carnes, pescados, huevos, aves, legumbres y lácteos.
Colesterol
Menos de 200-300 mg al día. El colesterol se encuentra solamente en productos de origen animal.
Sodio
Se restringe según la prescripción dietética. Es conveniente cocinar sin sal, utilizando en su lugar condimentos como ajo, cebolla, tomillo, clavo de olor, pimienta, orégano, etc.
La adopción de hábitos cardiosaludables, como dejar de fumar y hacer ejercicio, es una medida imprescindible en el tratamiento de la enfermedad coronaria. En el caso de la actividad física, ésta debe emprenderse siempre bajo indicación médica y de manera gradual. Otro hábito alimentario recomendable es realizar comidas de poca cantidad, divididas en al menos cinco ingestas diferentes a lo largo del día (desayuno, media mañana, comida, merienda, cena). Este fraccionamiento contribuye a que el gasto cardiaco necesario para metabolizar los alimentos sea menor.